lunes, 4 de octubre de 2010

Cenizas

Le gustaba la soledad, la soledad a oscuras, su rostro cubierto por la tela negra de la noche. Su cuerpo se perdía con las vagas siluetas sin luz, caminaba acompasadamente de una punta a otra sin cesar. Se acercó al medio muro que la separaba de la eternidad y apoyó sus codos en él. El alivio aguardaba ansioso en los labios, esperando a ser encendido. Sus manos crearon una carpa que protegieron la llama del viento helado. Ese pequeño pañuelo de tonos rojizos bailó sin música y contagió de vergüenza al extremo del cigarro. Las manos desaparecieron de su boca y ese punto rojo delató su presencia. Esa estrella roja enardecía con furia mientras consumía lentamente su largo cuerpo.
Suspiró, porque suspirar le relajaba. La tranquilidad de la noche, la garantía de ser quien era cuando las sonrisas falsas caducaban. Sentía que era esa noche.
El vago sonido de Morrissey acompañaba sus pasos desde el inicio y sólo ella sabía si lo haría hasta el final. Marcaba los pulsos de la percusión en un juego de golpes con sus manos y pies. Sólo lo interrumpía para fumar. Fumaba y la tristeza se escapaba por la garganta, esa gris y nebulosa depresión huía naturalmente por su boca.
Observó el fin. Oscuro, lejano y cercano. Lo tenía en sus narices, nuevamente.
En sus ojos podían leerla como un libro; no obstante, nunca nadie se molestó en intentarlo… manga de corazones fríos. ¿Qué tan difícil es captar dos pupilas y entrar en ellas? Su piel de mármol funcionaba como un muro, una división metafísica de ella: por fuera una solemne roca, por dentro pura revolución. Ella era el iceberg de su propio barco, nunca lograría salir adelante sola. No pediría ayuda, no gritaría por una soga. ¿Por qué? Porque demostrar emociones no es lo suyo. Inevitablemente por sus ojos se podía espiar qué sucedía en ella, pero nunca nadie se fijó en ellos. Un “sí” siempre fue y será un “no”; una sonrisa, una lágrima; una risa, un llanto. Su piel, una creadora de antagónicos. Y nadie fue capaz de notarlo.
Lloró por él en noches como esta, y lo más patético es que el autor de esas lágrimas jamás lo sabría. Esa cotidiana opresión volvió a punzarle en el pecho; simultáneamente el cigarrillo acababa de consumirse, quedando la infeliz colilla colgando de su boca, del límite.
Con minuciosa lentitud cae. El viento no logra cambiar de rumbo su precipitado aterrizaje. Se estrella contra el suelo y rebota unas veces. El silencio no se interrumpe pues nadie está presente, nadie oye el vacío. Su alma quedaría olvidada como colilla del cigarrillo entre las miles que decoraban el suelo con minucioso puntillismo.
Bienvenida a la eternidad.

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