sábado, 17 de septiembre de 2011

lunes, 18 de abril de 2011

Hoy no voy a cenar.



- Mocosa de mierda
- Pero es verdad!
- Mocosa de mierda, callate la boca
- No me insultes porque yo no te insulté.
- Ah, no? Vos dijiste todas esas pelotudeces
- Es así o no es así? Tengo razón!
- Callate la boca, sos una mocosa de mierda.
- No me faltes el respeto porque yo no te lo falté-
- Quién te creés que sos?! Quién te creés que sos?!
Su postura había cambiado a un poco agachado, con las manos juntas debajo de su mentón y haciendo el típico gesto de incógnita. Su cara, parecía haber escuchado la ridiculez más grande del universo.
- Nadie, vos quién te creés que sos?
- Tu padre y vos mi hija.
- No significa que me faltes el respeto!
- Vos me tenés que tener respeto a mí y no yo a vos.
- Ah, no me tenés que tener respeto?
-Mirá, mocosa… lo que me estoy aguantando porque sino te cagaría a trompadas
Y de nuevo. Otra vez tenía que dejar que la bronca derivara en impotencia y revolucionara detrás de mi piel. La injusticia es una de las cosas que más me entristecen, y yo ahora tenía que aguantármela. Se me llenaron los ojos de agua, la voz me temblaba en la garganta.
- Yo también me estoy aguantando de decir todo.
- Y decilo entonces!
Me callé por unos segundos. Si digo que era peligroso no pensar las palabras dos veces antes de decirlas es porque realmente lo era. No es la primera vez que me amenaza verbalmente con pegarme o me insulta (una vez me levantó el puño y lo tuve a centímetros de mi cara). Decía que explotaría –si yo decía lo que sentí durante toda mi vida con él terminaría internada en un hospital- y, sin embargo, me provocaba. Incentivada impotencia creada por el miedo.
- Me aguanto, sabés por qué? Poruqe no soy un animal.
- Te recagaría a trompadas, pendeja de mierda.
Me hubiese encantado desafiarlo con un “bueno, hacelo”… pero no soy idiota. Generalmente cuando se desafía a otra persona con este tipo de cosas es porque uno tiene la certeza –aunque a veces puede sorprender- de que no es capaz de hacerlo… y justamente esa certeza es la que me faltaba.
- Sabías que recurrir a la violencia significa no tener suficiente argumentos para discutir?
Se había encaminado para el baño y cuando escuchó eso se dio vuelta. Juro que en ese momento me arrepentí enormemente de haber hablado. En menos de lo que dura una milésima de segundo imaginé el dolor de su puño estrellando mi cara. Me temblaron las piernas, no exagero. Giro mi cabeza y están mi mamá y mi hermano callados mirando el espectáculo –que de ficción no tenía nada. Ninguno de los dos hablaba, tampoco me miraban. Estaba sola, como siempre, frente a una fiera antropomórfica en plena revolución que, según la genética, es mi padre. Afortunadamente no me tocó, se contuvo y volvió a girarse. Por sus hombros tensados y sus puños cerrados supe que una gran parte de su cerebro le pedía otra cosa en vez de retirarse. Aplastando los talones contra el suelo marcó con estruendo su camino al encierro.
- No sigo discutiendo porque no se me cantan las pelotas hacerlo.
Y cerró la puerta, quedándose él con la última palabra. Miré otra vez a mi mamá y mi hermano, tampoco decían nada y sus caras parecían decir que yo estaba diciendo estupideces. Y ahí esa densa bola abstracta de descontrol obligadamente controlado me golpeaba las paredes del pecho y garganta. Bajé a mi cuarto y me encerré. En mi cabeza anoté una marquita más en la lista titulada como “razones para irme a la mierda”.

miércoles, 12 de enero de 2011

"Llegará un día en que los hombres conocerán el alma de las bestias y entonces matar a un animal será considerado un delito como matar a un hombre. 
Ese día la civilización habrá avanzado."



-Leonardo Da Vinci

viernes, 7 de enero de 2011

Esperanza

Yo lo conocí. No sé su nombre ni lo creo necesario.
Autónomo se decía. Confiaba en su auto-capacidad para auto-tomar decisiones, auto-resolver asuntos, auto-sobrevivir aislado dentro de una sociedad.  Auto-suficiente para no depender de nadie.
La gente se volvía inerte ante sus ojos; manga de inútiles, qué se meten, decía. Sin embargo, alguien se destacaba de esa masa inservible e innecesaria: Esperanza. ¿Alguien se da una mínima idea de cuál debía ser esa magia dentro de ella que la convertía en especial? Yo no, siempre me lo pregunté. Cuando la conoció –desconozco ese encuentro- supo que no la dejaría ir. Y así fue, vivió con Esperanza desde ese momento. Compartían cada detalle de la cotidianeidad, ella era todo para él. Cada tanto discutían por trivialidades irrelevantes que no llegaban a mayores. Hasta ese día.
Llegó agotado a su casa, como siempre, y ella lo esperaba con los brazos abiertos, como siempre. No obstante, esta vez el malhumor venció la encantadora sonrisa de Esperanza. Gritos, llantos y ni un silencio se escuchó. La crujiente madera de la puerta tronó al abrirse y tronó al cerrarse. Así fue como Esperanza escapó.
Y, claro, si hasta el momento en que ella apareció él pudo vivir autónomamente, ¿por qué no habría de hacerlo ahora? Sobreestimó su fuerza  y creyó que podría aguantar el resto de su vida sin ella. Orgullo, sí, demasiado orgullo.
Esperanza vagabundeaba por las mazmorras de la gran ciudad deseando que viniera a buscarla. Él trataba de convencerse de que ya no pensaba en ella. Al cabo de un par de días, una presión creciente en el pecho (algunos dicen que era capaz de auto-oxigenarse) empezó a aumentar y a molestar. Fue al médico, no le diagnosticó nada. Sólo le advirtió que se veía un poco caído, nada grave. Sin embargo, la presión crecía y ya era acuciante. Por las noches lloraba del dolor. A veces se levantaba sin ganas de nada, sin siquiera de  querer demostrarle a alguien de lo que era auto-capaz. Médico nuevamente. No sirve, yo puedo medicarme a mí mismo, dijo.
Tan simple y claro. No lo veía y lo tenía frente a sí. Le faltaba ella, le faltaba Esperanza.
Tomó el sobretodo, su sombrero y salió a la calle. Recorrió todas las veredas una y otra vez. Desesperado seguía buscando. Es sensación de llegar tarde atentó su cabeza, temía que fuera demasiado tarde. No obstante, no se rindió, no perdió eso que buscaba.
Echada en la barra de un bar descansaba su cabeza. Su rostro sereno se entremezclaba con una mueca algo distorsionada. Se acercó y delicadamente la levantó. Era ella. Tenía un aspecto desagradable, pero era ella. Él sin más reacción que una gran sonrisa –la más hermosa que jamás hizo- la miró a los ojos y la abrazó. Ella le correspondió el abrazo. En ese momento la molesta presión desapareció, liberándose de un gran dolor y comenzó a reír. Sí, a reír. Nunca se había sentido tan feliz: la había recuperado.
Ahora, pasados 20 años, él está leyéndole un libro a su nieto. Se siente lleno, saciado de felicidad; nunca volvió a sentir el peso en el pecho ni derramó ni una sola lágrima más. Ella teje en su silla mecedora y escucha el relato. Él sabe que nunca estará sólo. Sabe que no puede vivir solo. Sabe que no puede vivir sin Esperanza.