miércoles, 22 de diciembre de 2010

Esclavo en eterna libertad

 

Le temés, yo lo sé.

¡No, no, Libertad, No!

Es omnipotencia

Ser esclavo eterno.

Le temés a la libertad, temés ser esclavo de ella. Es la única sensación que te brinda omnipotencia sobre vos mismo, dueño de tu cuerpo, tus sonrisas y tus miradas.

Libre. Libre de cantar hasta que tus pulmones estallen, de respirar los perfumes más extraños, tocar las hojas más altas de las copas arbóreas, beber el brebaje más venenoso, degustar la comida más exótica, oír hasta los imperceptibles decibeles, mirar el sol bajar en el horizonte, caminar las calles de algún pueblo fantasma, abrir las puertas que quieras investigar, amar a todas las personas que conozcas y amar a magnitudes extrasensoriales, soñar la realidad, vivir el sueño.

Temés el poder de decisión.

Irresponsable, inmaduro, insensible, hipócrita, mediocre.

Siempre serás esclavo en eterna libertad.

viernes, 26 de noviembre de 2010

¿Qué es la identidad? - Ensayo

Muchas veces nos preguntamos qué es la identidad. Algunos vuelcan este amplio concepto en lo que respecta a la apariencia; otros que consideran a la “esencia” –concepto frecuentemente usado pero que pocas veces es posible definirlo con certeza –como la mera identificación de nosotros mismos. Ubicándonos en la primera postura nos preguntaríamos ¿qué sucedería si nuestro aspecto facial cambia completamente? En cambio, desde la segunda postura nos preguntaríamos: manteniendo nuestro aspecto intacto, pero cambiando interiormente (por ejemplo, por pérdida de memoria) ¿seguiríamos siendo nosotros mismos? Éstas son preguntas que siempre generan un debate muy enriquecido de numerosos puntos de vista (teniendo en cuenta que esta disputa  es tan sólo una pequeña parte de lo que conforma la “identidad”). Basándome en cuatro ejes principales (cambio-permanencia, esencia-apariencia, individuo-comunidad e inclusión-exclusión) voy a presentar, en este ensayo, mi opinión respecto a lo que considero como identidad. Tomaré para ello diversos pensamientos filosóficos de varios autores. Tomaré de ellos sus conceptos y  justificaré –dependiendo de mi punto de vista –si estoy de acuerdo o no, formando así una opinión sobre una base argumentada.
Volviendo a la pregunta inicial sobre la apariencia y la esencia, quiero explayarme un poco acerca de lo que yo considero como identidad. Dos antiguos filósofos griegos, Heráclito y Parménides, pudieron dar una explicación metafísica para entender al ser humano como un individuo único, con personalidad propia. Ambos relacionaron estos dos conceptos al cambio y permanencia de la cosas, punto en que ambos colisionan por ser opuestos. El primero, planteaba el cambio constante de las cosas, el correr del tiempo. “No te podrás bañar en las mismas aguas dos veces” pues lo que era antes ya no será lo mismo ahora ni en el futuro. Todo está en permanente cambio (paradójica la combinación de palabras)… entonces ¿qué nos queda a las personas si todo cambia? ¿no soy, acaso, la misma persona que empezó a escribir este ensayo? ¿Si un río cambia porque sus aguas cambian, en dónde está la identidad del río? ¿Dónde está su esencia? Esta misma pregunta puede ser aplicada a cualquier ejemplo. Y es aquí donde decido tomarme en ciertos puntos de Parménides. Él planteaba todo lo contrario: la permanencia de las cosas. Para él todo es extremista: ser o no-ser, existir o no existir, ente o no ente. Esto último, el ente, tiene ciertas características que lo definen y diferencian del resto de las cosas: es inmutable (no está sometido al cambio, a diferencia de Heráclito), es único, es permanente, es ingénito (no “nació” ni se creó, está desde siempre porque el simple hecho de aparecer implica un cambio), es imperecedero (si es ente, fue, es y será siempre ente), es atemporal (eterno por la falta del pasaje del tiempo, eternamente permanente) y es indivisible. Respecto a estos adjetivos, tengo varias cosas para objetar. Cuando califica al ente como “inmutable y permanente”; yo creo que nosotros sí cambiamos. Varios acontecimientos en la vida nos llevan naturalmente (y a veces involuntariamente) a reestructurar nuestra forma de ser, de pensar, de actuar. Por ejemplo, un golpe sentimental, ya sea la pérdida de un ser querido o un secuestro, por ejemplo, puede cambiar por completo la vida (la forma de mirar la vida) de una persona. Otro punto a refutar: “el ente es ingénito” es decir, nunca fue creado. No refiriéndome al nacimiento biológico de una persona (pues todos sabemos que no estamos en el mundo desde la eternidad ni que nos creamos por generación espontánea), considero que una persona como esencia nace, crece, se desarrolla, cambia. La personalidad, un rasgo muy importante para determinar la identidad, se forma con el correr de los años, de la historia personal, y al mismo tiempo que el mundo exterior avanza. Entonces ¿en qué coincido con Parménides finalmente? Coincido en que hay cierta esencia que permanece constante en los individuos. Retomando las preguntas de comienzo de párrafo, ahora puedo elaborar mi propia respuesta: Cambiamos nuestra apariencia porque naturalmente es así, o también por decisión propia o por accidente. Vernos al espejo y no reconocernos podría ser un punto de quiebre de lo que se llamaría “no-identificación”. La gente podrá sentirse chocado por tener que incorporar una nueva asociación de imagen-concepto. Sin embargo, por dentro seguimos siendo lo mismo. Ahora bien, también podemos cambiar en el interior, pero justamente es la identidad de cada uno lo que definirá cómo actuaremos frente a tales situaciones y cómo permitiremos que ellas nos afecten. Es decir, al punto al que quiero llegar es a un intermedio: podemos cambiar pero también somos permanentes.
Está bien, ya tenemos definido subjetivamente lo que creo que es la identidad respecto a nosotros mismos, como si estuviéramos frente a un espejo. Pero, ¿qué hay respecto a los demás? ¿Seguimos siendo nosotros cuando nos encontramos envueltos por otras personas, diferentes o iguales a nosotros? Siguiendo la alegoría del espejo ¿qué pasa cuando detrás de nosotros se suman personas? ¿Nuestro reflejo sigue siendo el mismo? Tomaré la definición de un movimiento ideológico para basar mi respuesta: para el existencialismo, “la vida de alguien se ve influenciada por el mundo exterior, llevado por las masas, que reproduce y copia y que no tiene pensamiento crítico ni autodominio y que por lo tanto no es libre”. Permítanme intercalar en estas líneas mi opinión: sí, nuestra vida es en parte producto del mundo exterior. Desde las personas más cercanas a nosotros hasta algún acontecimiento mundial puede afectarnos emocional o socialmente en nuestra vida. Llegando a un caso extremo para ser clara, en el caso de un hijo maltratado por sus padres, quienes le insertaron en esa joven cabeza inocente que es un inútil, que no sirve para nada, el niño de grande muy probablemente tendrá problemas de autoestima, falta de seguridad en sí mismo, desconfianza en los otros. Ahora bien, la frase recién citada entra en decadencia a mi parecer: “…reproduce y copia y que no tiene pensamiento crítico ni autodominio y que por lo tanto no es libre.” Todos somos un individuo, uno en sí mismo y a la vez un individuo igual políticamente a otro, uno en otros. Tenemos nuestra propia identidad y en conjunto con otros formamos una identidad grupal, étnica en casos específicos. Si nosotros fuéramos incapaces de decidir ¿entonces cómo avanza “la masa” en decisiones? Si todos fuéramos inertes, vencidos por la inercia de estar en reposo, o por contrario, a seguir “al pelotón” ¿cómo haría ese mismo grupo de gente para tomar decisiones? Yo pienso lo opuesto al existencialismo en este punto: no somos incapaces de tener autodominio y nos dejamos llevar, sino que, al contrario, todos tenemos esa capacidad humana de tomar decisiones y de optar entre diferentes opciones según nuestros gustos, preferencias, conveniencias, etc. Esto es lo que enriquece a un grupo determinado, estos pequeños aportes individuales son los que hacen que un aglomerado de entes sea más que eso, que sea un conjunto heterogéneo pero al mismo tiempo con identidad propia. Cada uno conforma al todo, y no el todo al uno. Sin uno no hay un todo. Acá parezco contradecirme, pero permítanme amoldar mi respuesta: nosotros somos producto de “lo de afuera” pero al mismo tiempo nosotros mismos conformamos ese “afuera” aunque no nos demos cuenta. Quizá no en un principio, cuando recién estamos tratando de encontrar un lugar propio en lo que se llama “mundo”; pero cuando encontramos la comodidad y seguridad, podemos influenciar potencialmente la dirección de nuestro círculo social. Para reforzar esto último, con una simple observación puedo dar por finalizada mi argumentación en este rubro: Copérnico, Einstein, Newton, Colón, Napoleón, Perón… son figuras, personalidades (fíjense en esta forma de apelarlos, se refiere directamente a la esencia de uno mismo) que cambiaron la historia. Son una persona que pudo ir en contra del pensamiento contemporáneo a su época para imponer sus ideales. Una persona que decide tomar la iniciativa para el cambio, como por ejemplo Perón, que logró mover masas y masas de miles de personas en menos de lo que dura una vida (y aún siguen movilizándose) –con esto no quiero resaltar ninguna connotación política, es sólo un ejemplo. Termino este párrafo afirmando –según pienso yo- que crecemos nutriéndonos de los otros y, simultáneamente, los otros crecen nutriéndose de nosotros.
Ya la definición de identidad está tomando forma, pero falta aún un elemento que tiene que ver completamente con “el otro”. ¿Qué podemos decir respecto a pertenecer a un grupo, a una tribu urbana (como ahora se dice)? ¿Qué es esto de estar incluido o excluido de la sociedad o de un círculo social? Este tema me hace recordar mucho a un escritor argentino célebre, Jorge Luis Borges, quien tenía una fascinante obsesión por lo que se refiere a la identidad y al verse reflejado en el otro. Yo creo que en el momento en el que hacemos “click” y encajamos en cierto grupo, es porque en algún sentido, por más minúsculo que sea, nos sentimos identificados con los otros. Vemos en el otro un espejo de nosotros mismos que a la vez no refleja exactamente nuestro rostro, pero lo que nos transmite es la misma sensación. En un cuento breve “El Fin”, Borges le da un cambio al final de la novela Martín Fierro, haciendo un cambio espectacular de roles de los personajes: el Moreno, quien acusaba a Martín Fierro de asesino, termina matándolo y, así, pasa a convertirse él en un nuevo Martín Fierro. De este modo la esencia de éste último se traslada a la del primero. Podemos trasladar este hecho (no tan exagerado y dramatizado) a lo cotidiano: un ejemplo muy simple pero corriente puede ser cuando algún amigo nos cuenta algún problema o conflicto. Lo escuchamos, tratamos de entender y razonar con aquél para encontrarle una solución. Pero ahora, si da la casualidad de que nos ocurrió algo similar, de modo que podamos ponernos en su piel, en sus zapatos, a la hora de dar consejos uno va a estar mucho más compenetrado con la situación, podrá darle un toque personal al asunto (por la experiencia previa). Si esto lo generalizamos un poco, naturalmente nos sentimos incluidos en ciertos grupos por tener cosas en común. Estas cosas pueden abarcar desde objetos materiales hasta anécdotas de la vida. La sensación de exclusión nos remite a no ver en el otro esa “conexión”, ese reflejo de uno mismo explayado en la otra persona. En este sentido puedo utilizar la palabra “inclusión” como sinónimo “identificación”, y el antagónico sería lo opuesto (valga la redundancia). Sentirse identificado es sentirse comprendido, escuchado, cómodo, bien recibido con el resto de los integrantes.
Recorrimos varios aspectos, de modo que finalmente voy a terminar por pulir mi definición de identidad. Somos lo que ven de nosotros y algo más. Yo creo que hay una especie de barrera entre lo que demostramos ser (lo que ven de nosotros) y lo que creemos ser (lo que nosotros vemos de sí mismos). Me inclino más a decir que la identidad se encuentra en el interior de uno y no tanto en la apariencia, tanto física como lo que aparentamos ser, pues esta es cambiante y subjetiva. Lo que tenemos adentro (la personalidad, el carácter, la historia, el temperamento, etc.) son elementos que también cambian, pero con un dinamismo casi incomparable con lo anterior. Y creo que acá hay una argumentación recíproca: las cosas que requieren de más trabajo son las que tienen más peso, las más importantes; y al mismo tiempo, son más importantes porque requieren más trabajo en modificarlas. Si es difícil o duradero modificarlas, es porque es importante que mantengan cierta permanencia, constancia. Esto sería lo que yo llamo “marca personal”; si esto fuera cambiante, pues no existiría ese “sello” que tiene cada uno, que nos identifica. Esta marca es la que va a sumar, junto a otras, y dar por resultado a un conjunto de “marcas personales” que, sintiéndose incluidas entre sí (es decir identificadas entre sí)van a conformar la marca de un grupo. Es así cómo se parte de algo tan específico y detallista, y termina por ser tan importante en cosas tan generales y grandes. Para concluir, creo que la identidad es un punto medio entre lo subjetivo y lo objetivo; debemos tener en claro quiénes somos pero también tener en cuenta cómo influimos en los demás, qué repercusión causamos en ellos al ser integrantes de un conjunto, un todo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

The width of a circle

Lo veo todo y nadie me ve. Esta omnipotencia sólo toma tal magnitud en un momento así. Quiero absorberlo todo, quiero incorporarlo en mí, quiero describirlo, textualizarlo… pero es imposible. No tiene etiqueta, ni nombre, no le pertenece a nadie pero a la vez nos pertenece a todos.

Azul. Es sereno, profundo. Algo guarda detrás del mantel de tonalidad fría. Quién sabe qué hay pegando la vuelta… nadie lo sabe.

Gris. Una sensación algo triste, una mezcla tétrica; empaña el brillo de sus amigos. Los cubre por delante, y la presencia de ellos se hace notar en un aura colorido. Correte que no veo.

Naranja. Empalaga de calidez; pegajoso, alegre. Resalta tanto que opaca.

Celeste. Inocencia, incredulidad, paz. No llegará a ser Azul por su simpleza; nada de jugar a las escondidas.

Blanco. No entiendo cómo es que existe; entre tantos de los otros, Blanco. Explicaciones hay, pero ninguna me convence.

Rojo. Sí que es pasional; Chillón, histérico. Ante tanto derroche de impulsos se pierde la verdadera significación, se pierde, no se puede llegar.

Rosa. Ablandó, tranquilo, dulce, amoroso. Lo que a su hermano le sobra éste no lo incorpora. De todos modos, no deja ver detrás de la faceta impulsiva.

Amarillo. Infantil, brillante, enérgico, gracioso. Una mirada y te garantiza una sonrisa. Qué alivio que está ahí, un poco de transparencia.

Lisérgica inmensidad la que lo cubre.Qué tan lejos puedo estar al estirar mi mano hacia él, cuántas lágrimas habrá que despilfarrar para llamar su atención. Porque es sinfín, sin fondo, revolucionario en su interior aunque transparente por fuera. Transparente, por fuera; sí, es que nadie sabe que hay algo más ahí atrás. Nadie excepto yo.

viernes, 8 de octubre de 2010

CHACO

El vidente podría servir en un mundo de ciegos
donde lo visual no tiene sentido

Quien habla debe ser útil en un mundo de mudos
en el que no existen ni viven nuestras voces

El que oye en un mundo de sordos
cuando todo lo que escuchamos es nulo, será ajeno

un hombre fue útil:
se quitó los ojos y los ofrendó al ciego
se extirpó el habla cediéndosela a los mudos
y sus oídos transformaron a los sordos

Ese hombre fue bautizado con el nombre de

CHACO

lunes, 4 de octubre de 2010

Cenizas

Le gustaba la soledad, la soledad a oscuras, su rostro cubierto por la tela negra de la noche. Su cuerpo se perdía con las vagas siluetas sin luz, caminaba acompasadamente de una punta a otra sin cesar. Se acercó al medio muro que la separaba de la eternidad y apoyó sus codos en él. El alivio aguardaba ansioso en los labios, esperando a ser encendido. Sus manos crearon una carpa que protegieron la llama del viento helado. Ese pequeño pañuelo de tonos rojizos bailó sin música y contagió de vergüenza al extremo del cigarro. Las manos desaparecieron de su boca y ese punto rojo delató su presencia. Esa estrella roja enardecía con furia mientras consumía lentamente su largo cuerpo.
Suspiró, porque suspirar le relajaba. La tranquilidad de la noche, la garantía de ser quien era cuando las sonrisas falsas caducaban. Sentía que era esa noche.
El vago sonido de Morrissey acompañaba sus pasos desde el inicio y sólo ella sabía si lo haría hasta el final. Marcaba los pulsos de la percusión en un juego de golpes con sus manos y pies. Sólo lo interrumpía para fumar. Fumaba y la tristeza se escapaba por la garganta, esa gris y nebulosa depresión huía naturalmente por su boca.
Observó el fin. Oscuro, lejano y cercano. Lo tenía en sus narices, nuevamente.
En sus ojos podían leerla como un libro; no obstante, nunca nadie se molestó en intentarlo… manga de corazones fríos. ¿Qué tan difícil es captar dos pupilas y entrar en ellas? Su piel de mármol funcionaba como un muro, una división metafísica de ella: por fuera una solemne roca, por dentro pura revolución. Ella era el iceberg de su propio barco, nunca lograría salir adelante sola. No pediría ayuda, no gritaría por una soga. ¿Por qué? Porque demostrar emociones no es lo suyo. Inevitablemente por sus ojos se podía espiar qué sucedía en ella, pero nunca nadie se fijó en ellos. Un “sí” siempre fue y será un “no”; una sonrisa, una lágrima; una risa, un llanto. Su piel, una creadora de antagónicos. Y nadie fue capaz de notarlo.
Lloró por él en noches como esta, y lo más patético es que el autor de esas lágrimas jamás lo sabría. Esa cotidiana opresión volvió a punzarle en el pecho; simultáneamente el cigarrillo acababa de consumirse, quedando la infeliz colilla colgando de su boca, del límite.
Con minuciosa lentitud cae. El viento no logra cambiar de rumbo su precipitado aterrizaje. Se estrella contra el suelo y rebota unas veces. El silencio no se interrumpe pues nadie está presente, nadie oye el vacío. Su alma quedaría olvidada como colilla del cigarrillo entre las miles que decoraban el suelo con minucioso puntillismo.
Bienvenida a la eternidad.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Un peso.

Algunos lo llevan cargado en los hombros, otros en la espalda, otros en una mochila… pero yo lo tengo en mi bolsillo. Cada uno lleva el suyo hasta que se deshace de él, y aparece otro. No todos saben qué significa ese peso, yo sí sé sobre el mío.
Cambiar, sí, cambiar es lo que trato. Cualquier cosa menos ese peso, esa moneda en mi bolsillo. En la palma de mi mano el minúsculo metal brilla con sus destellos cobrizos. Trato de darlo vuelta pero no puedo. ¿Por qué? Porque es un peso específico, habrá miles de pesos similares, iguales en su fisionomía; pero cada uno tiene su significado único. Darlo vuelta no sería el mismo.
Ya sé, me decidí por ignorarlo. Empujo la presencia de ese milimétrico disco dorado hacia mi inconsciente. Los jeans se hacen más livianos, mucho más livianos. ¿Tan fácil era? Sí… No, meto la mano en el bulto de tela y ahí está de nuevo, enfriando la yema de mis dedos con su natural hipotermia. ¿Cómo volvió?
¿Volver? Nunca se había ido.
Pero yo sentí vacío el bolsillo; no estaba.
Eso creíste, ilusa.
Bueno, quizás ignorar no sea la mejor técnica. Arrojarlo, expulsarlo puede funcionar. Sí, probemos: asfixiado entre el índice y pulgar, el peso se eleva en el aire y sale disparado hacia algún lugar. Mi mano cae al costado de mi cuerpo. La miro. No puede ser. Está ahí de nuevo, ahora caliente de furia. Vuelve a la oscuridad de mi bolsillo y se enfría.
Me irrita, me enerva, me revienta. Qué problema. Sí, siempre lo fue pero ahora que no puedo pensar en otra cosa es un gran problema. No es la primera vez que no puedo resolver algo, pero jamás me lo había puesto a analizar así. Un problema del que no puedo deshacerme: lo ignoro, lo expulso, lo alejo de mi mente y no hay caso. Traté ya de resolverlo, de desatar esos nudos que lo tenían tan atascado en la incertidumbre, pero tampoco hubo caso. ¿Qué hago? No tiene caso, siempre que traté de darle la vuelta, vuelvo a lo mismo.
El tiempo, dicen, es el remedio a todos los problemas. Quieras o no, querido peso, el tiempo te va a borrar como sea…

Y así creo que fue. La irritante circunferencia con el sol de 23 rayos no está más… Meto la mano en mi bolsillo y saco una moneda. ¿Otra moneda? No y sí.
Ya la diminuta estrella dorada no me sonríe socarronamente, ya no; sino que ahora ella está aplastada contra mi palma, y quien se ríe de mí es el escudo,
la otra cara de la moneda;
la otra cara del peso;
la otra cara del problema.